A
LA CIUTAT PERDUDA
Per
en Quim Nadal
La
llum era molt clara, a la ciutat perduda.
Al
carrer del col.legi, ple de fang,
hi
havia horts, amb algun presseguer
que
es tornava a tot rosa quan floria.
La
ciutat era informe, allà: els horts,
algun
xalet, magatzems, un taller d'escultor,
un
obrador de cubanos i neules,
un
estanc, una tasca, un ferrer i un baster.
Al
pati, sota el plàtans, arrenglerats en files,
érem
com cols i bròquils d'aquells horts.
Al
migdia, passàvem davant d'una caserna
on
soldats desvagats s'estiraven al sol,
tot
esperant el ranxo. El riu era fangós
i,
quan plovia molt, s'enfadava.
No
el podíem creuar per la passera, en barraven el pas,
a
cada banda, amb cordes.
Eren
temps de campanes, campanes dels rellotges,
campanes
que tocaven a missa i a mort.
Les
campanes eren part de l'aire.
Plovia
molt sovint, l'aigua baixava pels carrers
i
les escales. Tot era relliscós.
I
feia molt de fred a l'hivern. Sempre
havíem
de dur guants, passamuntanyes, bufandes.
De
tant en tant hi havia molta boira
i
des del pont de Pedra no es veia res.
Anàvem
per la boira, desconcertats,
com
es va dins d'un somni.
Hi
havia dies clars, també, quan feia tramuntana.
El
cel es tornava ben blau i les muntanyes
les
podies tocar. La neu del Canigó
gairabé
t'encegava. La confiança
semblava
com més forta
aquells
dies, però duraven poc.
I
tornava la boira, la fred i la humitat.
Passaven
trens expressos que anaven cap a França,
que
venien de França, les màquines xiulaven,
treien
fum i carregaven aigua
per
una trompa grossa, i el carbó feia olor
de
fàbrica i d'hivern. Quan feia molta fred,
es
glaçaven les basses, i podies creuar
el
riuet del jardí de la Devesa
i
jugar a trencar el gel.
A
vegades tenía un pam de gruix.
Als
estius feia molta calor,
una
calor humida i enganxosa.
Hi
havia una piscina municipal
i
una pista d'hoquei per patinar-hi al vespre.
I
les ombres espesses dels plàtans centenaris.
El
Ter baixava lent, plàcids miralls
d'aigua
rosada reflectien
Hi
havia festes, fires de bestiar,
soldats
que desfilaven, processons,
rosaris
de l'aurora, vetlles nocturnes.
I
passava Nadal, amb fira d'aviram,
Missa
del Gall, pessebres;
Setmana
Santa, amb pifres i tambors.
I
Corpus amb ginesta i clavells esclafats
pel
pas lent dels soldats.
La
gent es resignava a l'atzar de la vida,
mirava
de trencar l'ensopiment
amb
alguna passió més o menys amagada. Es distreia
amb
el futbol, el ball, els toros i les botxes,
pujant
als Àngels, anant a berenar
a
la font dels Lleons o anant d'excursió
a
Rocacorba, al Far o a la Salut,
o
bé a caçar bolets, quan n'era temps,
i
poca cosa més. Diumenges curts.
Els
dilluns arribaven impertèrrits.
Hi
havia un bisbe, canonges, capellans,
un
hospici, un hospital, molts convents,
un
general, casernes, governador civil,
policies,
un inspector del Timbre,
un
delegat d'Hisenda, un parell de notaris,
advocats,
jutges, mitja dotzena llarga
de
farmàcies, pocs metges, un equip de futbol
i
la guàrdia civil.
Tothom
es coneixia, sabia qui era qui,
sabia
les històries amagades,
romàntiques
o tèrboles.
Els
nens creixien moderadament,
alguns
en feien prou, per sentir-se més homes,
amb
un bisonte fumat d'amagatotis,
i,
per no estar tan sols,
amb
alguna amistat particular intensa,
un
punt sentimental. La carn
-passos
precaris i dolors precoços-
Hi
havia quatre o cinc cines on feien
programes
dobles, pel.lícules de guerra,
de
cow-boys, de romans, de policies
i
alguna de més forta, gravemente
peligrosa,
com Gilda o
com Arroz amargo.
Si
algun jove catòlic atrevit
es
decidia a veure-les, ho feia d'amagat.
Després
se'n confessava.
Per
Fires, alguns anys, hi havia òpera
al
vell Municipal. Començava a fer fred
i
les senyores treien els renards i els moutons
i
aplaudien Aida
o Madam' Butterfly,
estarrufades
a les seves llotges.
Suraven
flocs intermitents de benestar.
Hi
havia una insistència una mica somorta
per
part de la vida. Els anys passaven lents
i
així es teixien, lentes, les ombres de la Història,
a
la vella ciutat meva perduda.
Narcís Comadira (Lent,
2012)
EN LA CIUTAD
PERDIDA
Para Quim Nadal
En la ciudad perdida, la luz era muy clara.
En la calle del colegio, llena de barro,
había huertos, con algún melocotonero
que se volvía rosa cuando florecía.
Allá, la ciudad era informe: huertos,
algún chalé, almacenes, un taller de escultor,
un obrador de barquillos,
un estanco, una tasca, un herrero y un guarnicionero.
En el patio, bajo los plátanos, alineados en filas,
éramos como coles y brócolis de aquellos huertos.
A mediodía, pasábamos frente a un cuartel
donde ociosos soldados se tendían al sol,
en espera del rancho. El río era fangoso
y, cuando llovía mucho, se enfadaba.
No lo podíamos cruzar por la pasarela,
cortaban el paso, a cada lado, con cuerdas.
Eran tiempos de campanas, campanas de los relojes,
campanas que tocaban a misa y a muerte.
Las campanas eran parte del aire.
Llovía muy a menudo, el agua bajaba por las calles
y las escaleras. Todo estaba resbaladizo.
Y hacía mucho frío en invierno. Siempre
teníamos que llevar guantes, pasamontañas, bufandas.
De vez en cuando había mucha niebla
y desde el puente de Piedra no se veía nada.
Íbamos por la niebla, desconcertados,
como se va por un sueño.
Había también días claros, cuando soplaba la tramuntana.
El cielo se volvía muy azul y podías tocar
las montañas. Casi te cegaba
Para Quim Nadal
En la ciudad perdida, la luz era muy clara.
En la calle del colegio, llena de barro,
había huertos, con algún melocotonero
que se volvía rosa cuando florecía.
Allá, la ciudad era informe: huertos,
algún chalé, almacenes, un taller de escultor,
un obrador de barquillos,
un estanco, una tasca, un herrero y un guarnicionero.
En el patio, bajo los plátanos, alineados en filas,
éramos como coles y brócolis de aquellos huertos.
A mediodía, pasábamos frente a un cuartel
donde ociosos soldados se tendían al sol,
en espera del rancho. El río era fangoso
y, cuando llovía mucho, se enfadaba.
No lo podíamos cruzar por la pasarela,
cortaban el paso, a cada lado, con cuerdas.
Eran tiempos de campanas, campanas de los relojes,
campanas que tocaban a misa y a muerte.
Las campanas eran parte del aire.
Llovía muy a menudo, el agua bajaba por las calles
y las escaleras. Todo estaba resbaladizo.
Y hacía mucho frío en invierno. Siempre
teníamos que llevar guantes, pasamontañas, bufandas.
De vez en cuando había mucha niebla
y desde el puente de Piedra no se veía nada.
Íbamos por la niebla, desconcertados,
como se va por un sueño.
Había también días claros, cuando soplaba la tramuntana.
El cielo se volvía muy azul y podías tocar
las montañas. Casi te cegaba
la nieve del Canigó.
La confianza
parecía más fuerte
aquellos días, pero duraban poco.
Y volvía la niebla, el frío y la humedad.
Pasaban expresos que iban a Francia,
que venían de Francia, las máquinas silbaban,
echaban humo y cargaban agua
por una gruesa trompa, y el carbón olía a
fábrica y a invierno. Cuando hacía mucha frío,
se helaban las balsas, y podías cruzar
el riachuelo de los jardines de la Devesa
y jugar a romper el hielo.
A veces tenía un palmo de grueso.
Durante los veranos hacía mucho calor,
un calor húmedo y pegajoso.
Había una piscina municipal
y una pista de hockey para patinar al atardecer.
Y las sombras espesas de los plátanos centenarios.
El Ter bajaba lento, plácidos espejos
de agua rosada reflejaban
las nubes del atardecer en medio de los arroyuelos.
Había fiestas, ferias de ganado,
soldados que desfilaban, procesiones,
rosarios de la aurora, velas nocturnas.
Y llegaba la Navidad, con feria de aves,
Misa del Gallo, nacimientos;
Semana Santa, con pífanos y tambores.
Y Corpus con retama y claveles machacados
por el paso lento de los soldados.
La gente se resignaba al azar de la vida,
miraba de romper el amodorramiento
con alguna pasión más o menos oculta. Se distraía
con el fútbol, el baile, los toros y la petanca,
subiendo a los Ángeles, yendo a merendar
a la fuente de los Leones o yendo de excursión
a Rocacorba, al Far o a la Salut,
o bien a coger setas, cuando llegaba el tiempo,
y poca cosa más. Domingos cortos.
Los lunes llegaban impertérritos.
parecía más fuerte
aquellos días, pero duraban poco.
Y volvía la niebla, el frío y la humedad.
Pasaban expresos que iban a Francia,
que venían de Francia, las máquinas silbaban,
echaban humo y cargaban agua
por una gruesa trompa, y el carbón olía a
fábrica y a invierno. Cuando hacía mucha frío,
se helaban las balsas, y podías cruzar
el riachuelo de los jardines de la Devesa
y jugar a romper el hielo.
A veces tenía un palmo de grueso.
Durante los veranos hacía mucho calor,
un calor húmedo y pegajoso.
Había una piscina municipal
y una pista de hockey para patinar al atardecer.
Y las sombras espesas de los plátanos centenarios.
El Ter bajaba lento, plácidos espejos
de agua rosada reflejaban
las nubes del atardecer en medio de los arroyuelos.
Había fiestas, ferias de ganado,
soldados que desfilaban, procesiones,
rosarios de la aurora, velas nocturnas.
Y llegaba la Navidad, con feria de aves,
Misa del Gallo, nacimientos;
Semana Santa, con pífanos y tambores.
Y Corpus con retama y claveles machacados
por el paso lento de los soldados.
La gente se resignaba al azar de la vida,
miraba de romper el amodorramiento
con alguna pasión más o menos oculta. Se distraía
con el fútbol, el baile, los toros y la petanca,
subiendo a los Ángeles, yendo a merendar
a la fuente de los Leones o yendo de excursión
a Rocacorba, al Far o a la Salut,
o bien a coger setas, cuando llegaba el tiempo,
y poca cosa más. Domingos cortos.
Los lunes llegaban impertérritos.
Había un obispo,
canónigos, curas,
un hospicio, un hospital, muchos conventos,
un general, cuarteles, gobernador civil,
policías, un inspector del Timbre,
un delegado de Hacienda, un par de notarios,
abogados, jueces, más de media docena
de farmacias, pocos médicos, un equipo de fútbol
y la guardia civil.
Todo el mundo se conocía, sabía quién era quién,
conocía las historias ocultas,
románticas o turbias.
Los niños crecían moderadamente,
algunos tenían suficiente, para sentirse más hombres,
un hospicio, un hospital, muchos conventos,
un general, cuarteles, gobernador civil,
policías, un inspector del Timbre,
un delegado de Hacienda, un par de notarios,
abogados, jueces, más de media docena
de farmacias, pocos médicos, un equipo de fútbol
y la guardia civil.
Todo el mundo se conocía, sabía quién era quién,
conocía las historias ocultas,
románticas o turbias.
Los niños crecían moderadamente,
algunos tenían suficiente, para sentirse más hombres,
con un bisonte fumado a
hurtadillas,
y, para no sentirse tan solos,
y, para no sentirse tan solos,
con alguna amistad
particular intensa,
un poco sentimental. La carne
-pasos precarios y dolores precoces-
estaba adormecida. El mar de niñas, lejos.
Había cuatro o cinco cines donde ponían
programas dobles, películas de guerra,
de cowboys, de romanos, de policías
y alguna más fuerte, gravemente
peligrosa, como Gilda o como Arroz amargo.
Si algún joven católico atrevido
se decidía a verlas, lo hacía a escondidas.
Después se confesaba.
Por Ferias, algunos años, había ópera
en el viejo Municipal. Empezaba a hacer frío
y las señoras sacaban los renards y los moutons
y aplaudían Aida o Madame Butterfly,
huecas en sus palcos.
Flotaban copos intermitentes de bienestar.
Había una insistencia un poco mortecina
por parte de la vida. Los años pasaban lentos
y así se tejían, lentas, las sombras de la Historia,
en mi vieja ciudad perdida.
un poco sentimental. La carne
-pasos precarios y dolores precoces-
estaba adormecida. El mar de niñas, lejos.
Había cuatro o cinco cines donde ponían
programas dobles, películas de guerra,
de cowboys, de romanos, de policías
y alguna más fuerte, gravemente
peligrosa, como Gilda o como Arroz amargo.
Si algún joven católico atrevido
se decidía a verlas, lo hacía a escondidas.
Después se confesaba.
Por Ferias, algunos años, había ópera
en el viejo Municipal. Empezaba a hacer frío
y las señoras sacaban los renards y los moutons
y aplaudían Aida o Madame Butterfly,
huecas en sus palcos.
Flotaban copos intermitentes de bienestar.
Había una insistencia un poco mortecina
por parte de la vida. Los años pasaban lentos
y así se tejían, lentas, las sombras de la Historia,
en mi vieja ciudad perdida.
Narcís Comadira
(Versión de Pedro Casas Serra)
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