EL CORREDOR VELOZ
Junto
a una ciudad de un lejano reino había un pantano muy extenso; para
entrar y salir de la ciudad había que seguir una carretera tan larga
que, deprisa, se empleaba tres años en bordear el pantano, y despacio,
se tardaba más de cinco.
Junto a la carretera vivía un anciano
muy devoto que tenía tres hijos. Se llamaba el primero, Iván; el
segundo, Basiliv, y el tercero, Simeón. Pensó el anciano construir un
camino en línea recta a través del pantano, levantando algunos puentes
necesarios, para que la gente solamente tardara en cruzarlo tres semanas
o tres días, según se hiciese a pie o a caballo.
Se puso a
trabajar con sus tres hijos, y tras bastante tiempo terminó la obra; el
pantano quedó atravesado por una carretera en línea recta con magníficos
puentes.
De vuelta a casa, dijo el padre a su hijo mayor:
- Oye, Iván, siéntate bajo el primer puente y escucha lo que dicen de mí los transeúntes.
Obedeció
el hijo y se escondió bajo uno de los arcos del primer puente, por el
que en aquel momento pasaban dos ancianos que decían:
- Ha quien ha construido este puente y arreglado esta carretera, Dios le concederá lo que pida.
Cuando oyó esto Iván, salió de su escondite, y saludando a los ancianos, les dijo:
- Este puente lo he construido yo, ayudado por mi padre y mis hermanos.
- ¿Y qué pides tú a Dios? -preguntaron los ancianos.
- Pido tener mucho dinero durante toda mi vida.
-
Está bien. En aquella pradera hay un roble muy viejo; excava bajo sus
raíces y hallarás una cueva llena de oro, plata y piedras preciosas.
Toma tu pala, excava y que Dios te dé tanto dinero que no te falte nunca
hasta que te mueras.
Se fue Iván a la pradera, excavó bajo el
roble, y halló una cueva llena de una inmensidad de riquezas en oro,
plata y piedras preciosas, que se llevó a su casa.
Al llegar allí, le preguntó su padre:
- ¿Y qué, hijo mío, qué es lo que has oído hablar de mí a la gente?
Iván le contó lo que había oído hablar a los dos ancianos y cómo estos le habían colmado de riquezas para toda su vida.
Al
día siguiente, envió el padre a su segundo hijo. Basiliv se sentó bajo
el puente y se puso a escuchar a la gente. Pasaban dos ancianos y al
llegar cerca de donde Basiliv estaba, les oyó hablar así:
- A quien hizo este puente le será concedido todo lo que pida a Dios.
Salió Basiliv de su escondite y saludando a los dos ancianos, les dijo:
- Abuelitos, este puente lo he construido yo con ayuda de mi padre y mis hermanos.
- ¿Y qué es lo que tú desearías? -le preguntaron.
- Que Dios me diese mucho grano para toda mi vida.
Pues ve a tu casa, siega trigo, siémbralo y verás como Dios te dará trigo para toda tu vida.
Basiliv
llegó a su casa, contó a su padre lo que le habían dicho los ancianos,
segó trigo y después sembró las semillas. En seguida creció tantísimo
trigo que no sabía dónde guardarlo.
Al tercer día envió el viejo a
su tercer hijo. Simeón se escondió bajo el puente, y al rato oyó pasar a
los dos ancianos, que decían:
- A quien hizo este puente y esta carretera, de seguro que Dios le dará cuanto le pida.
Al oír Simeón estas palabras salió de su escondite y se presentó a los dos hombres, diciéndoles:
- Yo he construido este puente y esta carretera con la ayuda de mi padre y mis hermanos.
- ¿Y qué es lo que pides a Dios?
- Que el zar me acepte como soldado de su escolta.
-
Pero muchacho, ser soldado es difícil y pesado. ¡Cuántas lágrimas vas a
verter! Pídele a Dios para ti cualquier cosa más agradable.
Mas el joven insistió, diciéndoles:
-
Ustedes son viejos y sin embargo lloran; ¿qué tiene de particular que
llore yo que soy más joven? El que no llore en este mundo llorará en el
otro.
- Ya que te empeñas, sea; nosotros te bendeciremos.
Pusieron
las manos sobre su cabeza, y al instante el joven se convirtió en un
ciervo que corría con gran velocidad. Corrió a su casa, y su padre y
hermanos, apenas lo vieron, quisieron cazarlo; pero él escapó y volvió
junto a los ancianos, quienes lo transformaron en una liebre. Volvió a
su casa por segunda vez, y cuando allí se dieron cuenta que había
entrado una liebre, se echaron sobre ella para cogerla; pero escapó y
volvió con los dos viejos, los cuales, por tercera vez, lo transformaron
en un pajarito dorado que volaba con gran rapidez. Voló a su casa, y se
posó en el alfeizar de la ventana piando y saltando. Los hermanos
procuraron cogerlo; pero con gran ligereza, escapó al campo. Esta vez,
cuando el pajarito dorado se arrimó a los viejos, se transformó en el
joven de antes y estos le dijeron:
- Ahora, Simeón, ve a
alistarte en el ejército del zar. Si tuvieses que ir a algún sitio con
gran rapidez, podrás transformarte en ciervo, en liebre o en pájaro, tal
como nosotros te hemos enseñado.
Regresó Simeón a su casa y pidió a su padre que le dejase ir a servir al zar como soldado.
- ¿Por qué quieres ir a servir al zar, siendo tan joven y no teniendo experiencia de la vida?
- Padre, déjame ir, porque es la voluntad de Dios.
Su
padre le dio permiso y Simeón preparó todas sus cosas, se despidió de
su familia y tomó la carretera que iba a la capital. Caminó muchos días,
y al fin llegó; entró en palacio y se presentó al mismo zar. Se inclinó
ante él y le dijo:
- Mi zar y señor, no te ofendas por mi osadía: quiero servir en tu ejército.
- ¡Pero muchacho! ¡Eres demasiado joven todavía!
- Puede que sea demasiado joven; pero creo que podré servirte igual que los demás, y así lo prometo a Dios.
El zar consintió y lo nombró soldado de su escolta.
Poco
después, un rey enemigo emprendió una sangrienta guerra contra el zar.
Este empezó a preparar su ejército y quiso dirigirlo en persona. Simeón
pidió al zar que le dejase acompañarle; consintió el zar, y todo el
ejército se puso en marcha en busca del enemigo.
Caminaron muchos
días y atravesaron muchas tierras, hasta que al fin llegaron frente al
enemigo. La batalla tenía que ser al cabo de tres días.
El zar
pidió que le preparasen sus armas de combate; pero, con las prisas,
habían olvidado en palacio la espada y el escudo. ¡El zar no podía
entrar en batalla sin sus armas!…
Hizo leer un bando disponiendo
que si había alguien capaz de ir y volver a palacio en tres días y
traerle la espada y el escudo, se presentase. Al que pudiera traerle sus
armas, el zar ofrecía darle en recompensa por esposa a su hija María,
la cual llevaría como dote la mitad del imperio, y además declararle su
heredero. Se presentaron varios voluntarios; uno de ellos decía que él
podría ir y volver en tres años, otro que en dos, y un tercero, en uno.
Se presentó entonces Simeón al zar y le dijo:
- Majestad, yo puedo ir al palacio y traerte tu espada y tu escudo en tres días.
El
zar se puso contentísimo, lo abrazó y escribió una carta a su hija, en
la que disponía que entregase a Simeón la espada y el escudo dejados en
palacio. Simeón cogió el mensaje del zar y se marchó. Cuando estuvo a
una legua del campamento se transformó en ciervo y se puso a correr como
una flecha. Corrió, corrió y cuando se cansó se transformó en liebre;
continuó así con la misma rapidez, y cuando las patas empezaron a
cansarse se transformó en pajarito dorado y voló aún más rápido que
antes. Día y medio después llegaba a palacio, donde estaba la zarevna
María. Entonces se transformó en hombre, entró en palacio y entregó a la
zarevna el mensaje del zar. Esta, tras leerlo, preguntó al joven:
- ¿De qué modo has podido pasar por tantas tierras en tan poco tiempo?
- Pues así -respondió Simeón.
Y
transformándose en ciervo dio, con gran velocidad, unas carreras por el
parque. Después se acercó a la zarevna y descansó la cabeza sobre las
rodillas de la joven: cortó esta con unas tijeritas un mechón de la
cabeza del ciervo. Después se transformó en liebre y se puso a dar
saltos y brincos, cobijándose luego en las rodillas de la zarevna, quien
también cortó otro mechón de pelo de la cabeza de la liebre. Por
último, se transformó en pajarito con la cabeza dorada, voló de un lado a
otro y se posó sobre la mano de la zarevna María. La joven le arrancó
algunas plumitas doradas de la cabeza; cogió los mechones de pelo que
había cortado al ciervo y a la liebre y las plumas del pajarito y lo
puso todo en su pañuelo, que ató y guardó en su bolsillo. Por último el
pajarito se transformó en el joven de antes.
La zarevna hizo que
le diesen de comer y beber y le dio provisiones para el camino. Tras
entregarle el escudo y la espada de su padre, al despedirse le dio un
abrazo, y el joven corredor se marchó al campamento de su zar. Se
transformó en ciervo otra vez; en liebre, cuando se cansó de correr; y
en pajarito cuando se cansó de nuevo, y al tercer día vio, no demasiado
lejos, la tienda imperial. Estando a media legua de distancia se
transformó en su verdadero ser y se estiró a la sombra de un zarzal en
la orilla del mar, para descansar un poco del viaje. Puso la espada y el
escudo a su lado y se durmió al momento.
Un general del zar, que
por casualidad paseaba por allí, descubrió el corredor dormido;
aprovechándose de su sueño lo tiró al agua, y cogiendo la espada y el
escudo fue a la tienda del zar y le entregó sus armas, diciéndole:
- Señor, he aquí tu espada y tu escudo; yo mismo te los he traído.
El
zar, entusiasmado, dio las gracias al general sin acordarse de Simeón.
Poco después se entabló la batalla con el enemigo, que acabó en una gran
victoria para el zar y su ejército.
Al pobre Simeón, cuando cayó
al mar, lo cogió el zar del Mar y lo arrastró a las profundidades de su
reino. Vivió con este zar durante un año y se puso muy triste.
- ¿Qué tienes, Simeón, te aburre estar aquí? - le preguntó un día el zar del Mar.
- Sí, majestad.
- ¿Quieres ir a la tierra rusa?
- Sí quiero, si su majestad lo permite.
El zar lo subió y lo sacó a la orilla durante una noche muy oscura.
Se puso a rezar Simeón, diciendo:
- ¡Dios mío, haz salir el Sol!
Cuando el cielo empezaba a teñirse de púrpura, se presentó a Simeón el zar del Mar y se lo llevó otra vez a su reino.
Vivió allí otro año y era tal la tristeza que sentía que estaba siempre llorando. El zar le preguntó entonces otra vez:
- ¿Por qué lloras, muchacho? ¿Te aburres?
- Mucho, majestad.
- ¿Quieres volver a la tierra rusa?
- Sí, majestad.
Lo cogió y lo dejó a la orilla del mar. Con lágrimas en los ojos, Simeón rogó al Señor, diciendo:
- ¡Dios mío, haced que salga el Sol!
Apenas
empezó a teñirse el horizonte, se presentó como la otra vez el zar del
Mar, lo cogió y lo arrastró a las profundidades de su reino. Pasó el
pobre Simeón el tercer año, y estaba tan afligido que no hacía más que
llorar todo el día. Un día que estaba más triste que de costumbre, el
zar del Mar le dijo:
- Pero ¿por qué lloras? ¿Te aburres? ¿Quieres volver a la tierra rusa?
- Sí, majestad.
Lo sacó por tercera vez fuera del agua y lo dejó a la orilla del mar.
Simeón, apenas se encontró fuera del agua, se puso de rodillas y rogó con grandísimo fervor:
- ¡Dios mío, tened piedad de mí! Haced que salga el Sol.
Apenas lo había dicho, cuando el Sol se mostró en todo su esplendor, iluminando el mundo con sus rayos.
El zar del Mar tuvo miedo esta vez a la luz del día y no se atrevió a salir a coger a Simeón, el cual se vio libre.
Se
dirigió a su reino, transformándose primero en ciervo, después en
liebre, y finalmente en pajarito, y llegó en poco tiempo al palacio del
zar.
En los tres años que habían pasado, el zar había regresado
con su ejército a la capital de su reino e iniciado los preparativos
para la boda de su hija con el general embustero que dijo ser quien
había llevado al campamento la espada y el escudo imperiales.
Simeón
entró en la sala donde estaban sentados a la mesa Maria Zarevna, el
general y los convidados, y apenas María lo vio, lo reconoció y dijo a
su padre:
- El general que está sentado a mi lado en la mesa no
es mi prometido; mi verdadero prometido es el joven que acaba de entrar
en la sala. Y dirigiéndose al recién llegado, le dijo:
- Simeón, haznos ver cómo fuiste tú quien consiguió llevar tan velozmente la espada y el escudo.
Simeón
se transformó en ciervo, corrió por el salón y se paró cerca de María
Zarevna; esta sacó de su pañuelo el mechón de pelo que había cortado al
ciervo, y mostrándolo al zar le enseñó el sitio de donde lo había
cortado y le dijo:
- Mira, padre, esta es una prueba.
El
ciervo se transformó en liebre, saltó por todas partes y se echó en el
regazo de la zarevna; María mostró entonces el mechón de pelo que había
cortado a la liebre.
Se transformó la liebre en un pajarito con
la cabeza de oro, y después de volar rápidamente por todo el salón vino a
posarse en un hombro de la zarevna. Desató esta el tercer nudo de su
pañuelo y mostró al zar las plumitas doradas que había arrancado de la
cabeza del pajarito.
Al ver esto el zar comprendió toda la
verdad, y después de escuchar a Simeón, condenó a muerte al general. A
María la caso con Simeón y este fue nombrado heredero del trono.
Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
(Versión poetizada de Pedro Casas Serra)
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