BASILISA LA HERMOSA
En
un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su hija, llamada
Basilisa la Hermosa. Al cumplir ocho años la niña, se puso enferma su
madre y presintiendo la muerte, le dijo a Basilisa:
- Escúchame,
hija mía y acuérdate de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi
bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin
mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desgracia, pídele consejo.
Dichas estas palabras, besó a su hija, suspiró y se murió.
El
comerciante se entristeció mucho al enviudar; pero al pasar el tiempo,
se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un buen hombre y
muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda
que tenía dos hijas de la edad de Basilisa, con fama de ser buena madre
y ama de casa ejemplar.
El comerciante se casó con ella, y pronto comprendió su error, pues no resultó la buena madre que para su hija deseaba.
Basilisa
era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas,
envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían
toda clase de trabajos para ajar su hermosura y para que el aire y el
sol quemaran su delicado cutis. Basilisa soportaba todo con resignación y
cada día aumentaba su hermosura, mientras que las hijas de la
madrastra, pese a estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que
tenían a su hermana. La causa de esto era la buena Muñeca, sin la cual
Basilisa no hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca
la consolaba en sus desdichas, le daba buenos consejos y trabajaba con
ella.
Así pasaron algunos años y las muchachas alcanzaron la en
edad de casarse. Todos los jóvenes solicitaban hacerlo con Basilisa, sin
hacer ningún caso a las hijas de la madrastra. Esta, cada vez más
enfadada, les contestaba a todos:
- No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.
Y, despedidos los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.
Un día el comerciante necesitó hacer un viaje y se marchó.
La
madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque
en el que, según decía la gente aunque nadie la había visto, vivía la
terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquel lugar, porque
Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.
Ya
instalada en el nuevo alojamiento, la madrastra, con distintos
pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero la joven
volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no dejaba que Basilisa
se acercase a la cabaña de la temible bruja.
Llegó el otoño, y un
día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una
le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa,
hilar, haciéndolas presentarle cada día el trabajo hecho. Apagó todas
las luces de la casa, salvo una vela que dejó encendida en la habitación
donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las
muchachas trabajaban, se formó en la vela un pábilo, y una de las hijas
de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las
tijeras..
- ¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes. No había
más luz que esta en toda la casa y nuestras labores aún no están
terminadas. ¡Habrá que ir a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga!
- Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje. Yo no iré.
- Tampoco yo iré -añadió la que hacía las medias. Tengo luz de mis agujas.
- ¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!
Y
al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Se dirigió sin luz
Basilisa a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y dijo:
- Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y esta me comerá. ¡Pobre de mí!
- No tengas miedo -contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no olvides llevarme contigo; sabes que nunca te abandonaré.
Se
metió Basilisa la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al
bosque. Iba la pobrecita temblando, cuando pasó por delante de ella un
jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo
blanco y con un arnés blanco; enseguida empezó a amanecer.
Siguió
su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un
corcel rojo, y enseguida empezó a brillar el sol. Durante todo el día y
toda la noche anduvo Basilisa, y solo al atardecer del día siguiente
llegó al claro del bosque donde se encontraba la cabaña de Baba-Yaga; la
rodeaba una cerca hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las
puertas eran piernas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con
dientes. Basilisa se llenó de espanto. Apareció de pronto un jinete
negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al acercarse a
las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como tragado por la
tierra; enseguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las
cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró
como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde
esconderse, permanecía quieta.
Se oyó de pronto un tremendo
alboroto; los árboles crujían, las hojas estallaban y la espantosa bruja
Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando
con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Acercóse a la
puerta, se paró, y husmeando, gritó:
- ¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?
Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:
- Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.
- Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.
Luego, dirigiéndose a la puerta, exclamó:
- ¡Ea!, Mis fuertes cerrojos, ¡abríos! ¡Ea!, Mis anchas puertas, ¡dejadme pasar!
Las
puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y
las puertas volvieron a cerrarse. Una vez dentro de la cabaña, la bruja
se echó en un banco y dijo:
- ¡Quiero cenar! ¡Sírveme toda la comida que está en el horno!
Encendió
Basilisa una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la
comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante
que habría podido alimentar a diez hombres; trajo después de la bodega
vino, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo
bebió la bruja, y a Basilisa tan solo le dejó un poquitín de sopa de
coles y una cortecita de pan.
Se preparó para acostarse y le dijo a la nueva doncella:
-
Mañana tempranito, después de que me marche, barre el pasillo, limpia
la cabaña, prepara la comida y lava la ropa; luego tomarás del granero
un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura
hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.
- Después de esto,
Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la
Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:
-
Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me
ha encargado trabajo para el que harían falta cuatro personas y me
amenazó con comerme si no lo hago.
Contesto la Muñeca:
- No temas, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana lo arreglaremos todo.
Al
día siguiente despertóse Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y
vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar al jinete
blanco, y enseguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y
apareció ante ella el mortero con el mazo y la escoba.
Se quedó
Basilisa sola, recorrió la cabaña, se admiró de las riquezas que allí
había y estaba indecisa sin saber por que trabajo empezar. Miró a su
alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca
estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.
- ¡Oh, mi salvadora! -exclamo Basilisa. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.
Solo
te queda preparar la comida -le contestó la Muñeca, a la vez que se
metía en su bolsillo. - Prepárala y descansa luego de tu labor.
Al
atardecer Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya
anochecía cuando pasó el jinete negro, e inmediatamente oscureció por
completo; solo lucían los ojos de las calaveras. Luego crujieron los
árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por
Basilisa.
- ¿Lo has hecho todo? -preguntó la bruja.
- Examínalo todo tú misma, abuelita.
Recorrió Baba-Yaga toda la casa y se puso de mal humor al no encontrar motivo para regañar a Basilisa.
-Bien -dijo al fin, se sentó a la mesa y exclamó:
- ¡Mis fieles servidores, venid a moler mi trigo!
Se
presentaron enseguida tres pares de manos, cogieron el trigo y
desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y
ordenó a Basilisa:
- Mañana harás lo mismo y además tomarás del
granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una
para apartar los granos de tierra.
Y dada esta orden se volvió
del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la
Muñeca. Esta, como la víspera, le dijo:
- Acuéstate tranquila después de haber rezado, Se es más sabio por la mañana que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.
Por
la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su
Muñeca, cumplió con todas sus obligaciones. Volvió Baba-Yaga al
anochecer a casa, lo vio todo y exclamó:
- ¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, venid a prensar mi simiente de adormidera!
Se
presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de
adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a
cenar.
- ¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa. - ¿Eres muda?
- Si me lo permites, te preguntaré una cosa.
–
Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en
bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.
-
Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el
bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado
sobre un caballo blanco. ¿Quién era?
- Es mi Día Claro -contestó la bruja.
- Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montado un corcel rojo. ¿Quién era este?
- Es mi Sol Radiante.
- ¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?
- Es mi Noche oscura.
Se acordó Basilisa de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.
- ¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.
- Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuánto más sepa seré más vieja.
-
Bien -repuso la bruja-; haces bien en preguntar solo lo que has visto
fuera de la cabaña y no en su interior, pues no me gusta que se enteren
de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. - ¿Cómo consigues
cumplir con todas las obligaciones que te impongo?
- La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.
- ¡Oh, lo que has dicho! ¡Vete enseguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!
Y
expulsó a Basilisa de la cabaña, y también fuera del patio; luego,
tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la
punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:
- He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.
La
muchacha echó a correr alumbrándose con la calavera, que al amanecer se
apagó ella sola; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó
a su casa. Acercóse a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera
pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que
salía de la boca sin dientes, que decía: “No me tires, llévame contigo”.
Miró entonces la casa de su madrastra y no viendo brillar luz alguna,
decidió llevar consigo la calavera.
La recibieron con cariño y le
contaron que desde que se había ido no tenían luz, no habían podido
encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se
apagaban apenas entraban en su casa.
- Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.
Trajeron
a la habitación la calavera y sus ojos se clavaron en la madrastra y
sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Querían esconderse, pero los ojos
ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer las tres estaban
ya completamente abrasadas; solo permaneció intacta Basilisa.
Por
la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con
llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre
anciana y allí se instaló esperando el regreso de su padre. Dijo un día
Basilisa a la anciana: -Sin trabajar me aburro, abuelita. Comprame lino e
hilaré para matar el tiempo.
La anciana compró el lino y la
muchacha se puso a hilar. Avanzaba el trabajo con rapidez y el hilo
salía igualito y fino como un cabello.
Pronto tuvo un gran
montón, suficiente para tejer; pero era imposible encontrar un peine tan
fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía
a hacerlo. Pidió ayuda la muchacha a su Muñeca, y esta en una noche le
preparó un telar.
Al final del invierno, estaba ya tejido el
lienzo y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la
primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:
- Vende, abuelita, el lienzo y guárdate el dinero.
Miró la anciana la tela y exclamó:
- No, hijita; este lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en el palacio.
Se dirigió al palacio del zar y se puso a pasear frente a las ventanas.
El zar la vio y le preguntó:
- ¿Qué quieres, viejecita?
- Majestad -contesto esta-, he traído conmigo algo tan precioso que no lo quiero enseñar a nadie más que a ti.
Ordenó el zar que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.
- ¿Qué quieres por él? -preguntó.
- No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.
El
zar le dio las gracias y la colmó de obsequios. Empezaron a cortar el
lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no
pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. Al fin el zar
llamó a la anciana y le dijo:
- Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza sabrás coserlo.
- No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una joven hermosa que vive conmigo.
- Bien; pues que me cosa ella las camisas.
Volvió la anciana a su casa, contó a Basilisa lo ocurrido y esta repuso:
- Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.
Se
encerró en su cuarto y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto
tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y
mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la
ventana esperando lo que sucediera.
Vio entrar en la casa al poco rato un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven, dijo:
- Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.
Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar.
Apenas la vio este, se enamoró perdidamente de ella.
- Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.
Cuando
volvió el padre de Basilisa se alegró mucho al conocer la suerte de su
hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina
la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta
los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.
Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
(Versión poetizada de Pedro Casas Serra)
sábado, 16 de octubre de 2021
Basilisa la Hermosa (Cuentos populares rusos de Aleksandr Nikolayevich Afanasiev )
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