jueves, 21 de octubre de 2021

El soldado y la Muerte (Cuentos populares rusos de Aleksandr Nikolayevich Afanasiev )

 EL SOLDADO Y LA MUERTE


Un soldado, después de haber cumplido su servicio durante veinticinco años, pidió ser licenciado y se fue a correr mundo.

Anduvo algún tiempo y se encontró a un pobre que le pidió limosna.

Tenía el soldado solo tres galletas y dio una al mendigo, quedándose con dos. Siguió su camino, y a poco tropezó con otro pobre que también le pidió limosna saludándole humildemente. El soldado repartió con él su provisión, dándole una galleta y quedándose él con la última.

Llevaba andando un buen rato, cuando se encontró a un tercer mendigo.

Era un anciano de pelo blanco como la nieve, que también lo saludó humildemente pidiéndole limosna. El soldado sacó su última galleta y reflexionó para sí: “Si le doy la galleta me quedaré sin provisiones; pero si le doy la mitad y encuentra a los otros dos pobres, al ver que a ellos les he dado una galleta entera a cada uno se podrá ofender. Mejor será que le dé entera la galleta; yo me podré pasar sin ella”.

Le dio su última galleta, quedándose sin provisiones. Entonces el anciano le preguntó:

- Dime, hijo mío, ¿qué deseas y qué necesitas?

- Dios te bendiga -le contestó el soldado. ¿Qué quieres que te pida a ti, abuelito, si eres tan pobre que nada puedes ofrecerme?

- No hagas caso de mi miseria y dime lo que deseas; quizá pueda recompensarte por tu buen corazón.

- No necesito nada; pero si tienes una baraja, dámela como recuerdo tuyo.

El anciano sacó de su bolsillo una baraja y se la dio al soldado, diciendo:

- Tómala, y puedes estar seguro de que, juegues con quien juegues, siempre ganarás. Aquí tienes también una alforja; a quien encuentres en el camino, sea persona, animal o cosa, si la abres y dices: “Entra aquí”, enseguida se meterá en ella.

- Muchas gracias -le dijo el soldado.

Y sin dar importancia a lo que el anciano le había dicho, tomó la baraja y la alforja y siguió su camino.

Después de andar bastante, llegó a la orilla de un lago y vio en él tres gansos que estaban nadando. Se le ocurrió al soldado ensayar su alforja; la abrió y exclamó:

- ¡Ea, gansos, entrad aquí!

Solo pronunció estas palabras cuando, con gran asombro suyo, los gansos volaron hacia él y entraron en la alforja. El soldado la ató, se la puso al hombro y siguió su camino.

Anduvo, anduvo y al fin llegó a una ciudad desconocida. Entró en una taberna y dijo al tabernero:

- Oye. Toma este ganso y ásamelo para cenar; me darás pan y una buena copa de aguardiente por este otro, y este tercero te lo doy a ti en pago de tu trabajo.

Se sentó a la mesa y, lista la cena, se puso a comer, bebiéndose el aguardiente y comiéndose el sabroso ganso.

Conforme cenaba, se le ocurrió mirar por la ventana y vio un magnífico palacio que tenía todos los cristales de las ventanas rotos.

- Dime -preguntó al tabernero-, ¿qué palacio es ese y por qué se halla abandonado?

- Ya hace tiempo -respondió el tabernero- que nuestro zar hizo construir ese palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace diez años que está abandonado, pues los diablos lo han tomado por residencia y echan de él a todo el que entra. Apenas es de noche se reúnen allí a bailar, alborotar y jugar a los naipes.

El soldado, sin pararse a pensar, se dirigió a palacio, se presentó ante el zar, y haciéndole un saludo militar, le dijo:

- ¡Majestad! Perdóname mi audacia por venir a verte sin ser llamado. Quisiera que me dieses permiso para pasar la noche en tu palacio abandonado.

- ¡Tú estás loco! Se han presentado muchos hombres antes pidiéndome lo mismo; a todos di permiso, pero ninguno de ellos ha regresado vivo.

- El soldado ruso ni se ahoga en el agua ni se quema en el fuego -contestó el soldado. He servido a Dios y al zar veinticinco años y no he muerto, no me voy a morir ahora en una noche.

- Te advierto que siempre que ha entrado al anochecer un hombre vivo, a la mañana siguiente solo se han encontrado los huesos -contestó el zar.

El soldado persistió en su deseo, rogando al zar que le diese permiso para pasar la noche en el palacio abandonado.

- Bueno – dijo finalmente el zar. Ve allí si quieres; mas no podrás decir que ignoras la muerte que te espera.

Fue el soldado al palacio abandonado y se instaló en la gran sala, se quitó la mochila y el sable, colocó la primera en un rincón y colgó el sable de un clavo. Se sentó a la mesa, sacó la tabaquera, llenó la pipa, la encendió y se puso a fumar tranquilamente.

A las doce de la noche acudieron, no se sabe de dónde, tal cantidad de diablos que era imposible contarlos. Empezaron a gritar, a bailar y a alborotar, armando una infernal algarabía.

- ¡Hola, soldado! ¿Tú también aquí? -gritaron al verle. ¿Para qué has venido? ¿Quieres acaso jugar a naipes con nosotros?

- ¿Por qué no he de querer? -repuso el soldado. Pero con una condición, tenemos que jugar con mi baraja, porque no me fio de la vuestra.

Sacó enseguida su baraja y empezó a repartir las cartas. Jugaron una partida y el soldado ganó; y a la segunda ocurrió lo mismo. Pese a todas sus astucias, los diablos perdieron todo el dinero que tenían, que el soldado iba recogiendo tranquilamente.

- Espera, amigo -dijeron los diablos; nos queda una reserva de cincuenta arrobas de plata y cuarenta de oro; vamos a jugárnoslas también.

Mandaron a un diablejo para que les trajera los sacos de la reserva de plata y continuaron jugando.

El soldado seguía ganando, y el pequeño diablejo, al traer los sacos se cansó tanto, que, casi sin aliento, suplicó al viejo diablo calvo:

- Permíteme descansar un ratito.

- ¡Nada de descansar, perezoso! ¡Tráenos enseguida los sacos de oro!

El diablejo, asustado, corrió a todo correr, y fue trayendo los sacos de oro, que pronto se amontonaron en un rincón. Pero el resultado fue el mismo: el soldado seguía ganando.

Los diablos, a quienes no agradaba separarse de su dinero, derribaron la mesa a patadas y atacaron al soldado, rugiendo a coro:

- ¡Despedazadlo, despedazadlo!

Pero el soldado, sin inmutarse, cogió su alforja, la abrió y preguntó:

- ¿Sabéis qué es esto?

- Una alforja -le contestaron los diablos.

- ¡Pues entrad todos aquí!

Apenas pronunció estas palabras, todos los diablos se precipitaron en la alforja, llenándola por completo, apretados unos contra otros. El soldado la ató con una cuerda, la colgó de la pared, y luego, echándose sobre los sacos de dinero, durmió profundamente hasta la mañana siguiente.

Muy temprano, dijo el zar a sus servidores:

- Id a ver lo que le ha sucedido al soldado, y si se ha muerto, recoged sus huesos.

Llegaron los servidores al palacio y vieron con asombro al soldado paseando contentísimo por las salas y fumando su pipa.

- ¡Hola, amigo! No esperábamos verte vivo. ¿Qué tal has pasado la noche? ¿Cómo te las has arreglado con los diablos?

- ¡Valientes personajes, esos diablos! ¡Mirad cuánto oro y cuánta plata les he ganado a los naipes!

Los servidores del zar no se podían creer lo que veían sus ojos.

- Os habéis quedado todos con la boca abierta -siguió diciendo el soldado. Mandadme dos herreros y decidles que traigan con ellos el yunque y los martillos.

Cuando llegaron los herreros con el yunque y los martillos, el soldado les dijo:

- Descolgad esa alforja de la pared y dad unos buenos golpes sobre ella.

Los herreros se pusieron a descolgar la alforja y hablaron entre ellos:

- ¡Dios mío, cuánto pesa! ¡Parece como si estuviera llena de diablos!

Y estos exclamaron desde dentro:

- Somos nosotros, queridos amigos.

Colocaron la alforja sobre el yunque y empezaron a darle martillazos como si estuviesen batiendo hierro. Los diablos, no pudiendo soportar el dolor, llenos de espanto, gritaron con todas sus fuerzas:

- ¡Gracia, gracia, soldado! ¡Déjanos libres! ¡Nunca te olvidaremos y ningún diablo entrará jamás en este palacio ni se acercará a él en cien leguas a la redonda!

El soldado ordenó a los herreros que cesasen en sus goles; y apenas desató la alforja, los diablos echaron a correr sin siquiera mirar atrás; en un visto y no visto dejaron el palacio. Pero no todos tuvieron la suerte de escapar: el soldado retuvo como rehén a un diablo cojo que no pudo correr como los demás.

Cuando anunciaron al zar las hazañas del soldado, lo hizo venir a su presencia, lo alabó mucho y lo dejó vivir en palacio. Desde entonces el valiente soldado empezó a disfrutar de la vida, porque tenía de todo en abundancia: los bolsillos rebosantes de dinero, el respeto y consideración de toda la gente, que cuando lo encontraban le hacían reverencias, y el cariño del zar.

Se puso tan contento, que quiso casarse. Buscóse novia, celebraron la boda y, para colmo de bienes, obtuvo de Dios la gracia de tener un hijo al año de su matrimonio.

Poco después el niño se puso enfermo y nadie lograba curarlo; cuantos médicos y curanderos lo visitaban no conseguían ninguna mejoría.

Entonces el soldado se acordó del diablo cojo; trajo la alforja donde lo tenía encerrado y le preguntó:

- ¿Estás vivo, Diablo?

- Sí, estoy vivo. ¿Qué deseas, señor mío?

- Mi hijo se ha puesto enfermo y no se qué hacer. Quizá tú sepas cómo curarlo.

- Sí sé. Pero ante todo déjame salir de la alforja.

- ¿Y si me engañas y te escapas?

El diablo cojuelo le juró que ni por un momento había tenido esa idea, y el soldado, desatando la alforja, puso en libertad a su prisionero.

Recobrada su libertad, el diablo sacó un vaso de su bolsillo, lo llenó de agua de la fuente, lo colocó a la cabecera de la cama donde estaba tendido el niño enfermo y dijo al padre:

- Amigo, ven aquí, mira el agua.

El soldado miró el agua, y el diablo le preguntó:

- ¿Qué ves?

- Veo la Muerte.

- ¿Dónde se halla?

- A los pies de mi hijo.

- Está bien. Si está a los pies, quiere decir que el enfermo se curará. Si hubiese estado a la cabecera, se hubiese muerto sin remedio.

Ahora toma el vaso y rocía al enfermo.

Roció el soldado al niño con el agua, y al instante se le quitó la enfermedad.

- Gracias -dijo el soldado al diablo cojo, y le dejó libre, guardando solo el vaso.

Desde aquel día se hizo curandero, dedicándose a curar a los boyardos y a los generales. No se tomaba más trabajo que el de mirar en el vaso, y en seguida podía decir que enfermo moriría y cual viviría.

Transcurrieron así unos años, cuando un día se puso enfermo el zar. Llamaron al soldado, y este, llenando el vaso con agua de la fuente, lo colocó a la cabecera del lecho, miró el agua y vio con horror que la Muerte estaba, como una centinela, sentada a la cabecera del enfermo.

- ¡Majestad! -le dijo el soldado. Nadie podrá devolverte la salud. Solo te quedan tres horas de vida.

Al oír esto el zar se encolerizó y gritó con rabia:

- ¿Cómo? Tú que has curado a mis boyardos y mis generales, ¿no quieres curarme a mí, que soy tu soberano? ¿Acaso soy yo de peor casta o indigno de tu favor? Si no me curas daré orden de que te ejecuten una hora después de mi muerte.

El soldado se quedó perplejo ante estas palabras, y se puso a suplicar a la Muerte:

- Dale al zar la vida y toma a cambio la mía, porque si he de morir prefiero hacerlo por tu mano a ser ejecutado por el verdugo.

Miró en el vaso otra vez y vio que la Muerte le hacía una señal de aprobación y se colocaba a los pies del zar.

El soldado roció al enfermo, y este enseguida recobró la salud y se levantó de la cama.

- Oye, Muerte -dijo el soldado-, dame tres horas de plazo; necesito volver a casa para despedirme de mi mujer y de mi hijo.

- Está bien -contestó la Muerte.

El soldado se fue a su casa, se acostó y se puso muy enfermo. La Muerte no tardó en llegar y en colocarse a la cabecera de su cama, diciéndole:

- Despídete pronto de los tuyos, porque ya no te quedan más que tres minutos de vida.

Extendió el soldado un brazo, descolgó de la pared la alforja, la abrió y preguntó:

- ¿Qué es esto?

La Muerte contestó:

- Una alforja.

- Es verdad; pues entra aquí.

Y en un instante, la Muerte se encontró metida en la alforja.

El soldado sintió tal alivio que saltó de la cama, ató fuertemente la alforja, se la colgó al hombro y se encaminó a los espesos bosques de Briauskie. Llegó allí, colgó la alforja en la copa de un álamo y se volvió contento a su casa. Así pasaron muchos años, sin que el soldado descolgase la alforja del álamo.

Una vez que paseaba por la ciudad tropezó con una anciana tan vieja y decrépita, que se caía al suelo a cada soplo de viento.

- ¡Dios de mi alma, qué vieja eres! -exclamó el soldado. ¡Ya es hora de que te mueras!

- Sí, hijo mío -le contestó la anciana. Cuando hiciste prisionera a la Muerte solo me quedaba una hora de vida. Tengo muchas ganas de descansar: pero ¿qué he de hacer? Sin la muerte la tierra no me admite para que repose en sus profundidades. Dios te castigará por ello, pues son muchos los seres humanos que están sufriendo como yo en este mundo por tu causa. El soldado se puso a pensar: “Está claro que es necesario liberar a la Muerte aunque me mate a mí. ¡Soy un gran pecador!”

Se despidió de los suyos y se dirigió a los bosques de Briauskie.

Llegó allí, se acercó al álamo y vio la alforja colgada en lo alto del árbol, balanceándose por el viento.

- Oye, Muerte, ¿estás viva? -preguntó el soldado.

La Muerte le contestó con una voz apenas perceptible:

- Estoy viva, amigo.

Descolgó el soldado la alforja, la desató y la abrió, dejando libre a la Muerte, a la que suplicó que lo matase lo más pronto posible para sufrir poco; pero la Muerte, sin hacerle caso, echó a correr y desapareció.

El soldado volvió a su casa y siguió viviendo muchos años, gozando de la mayor felicidad.

Todo creían que no se moriría nunca; pero, según dicen, se ha muerto hace poco.


Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
(Versión poetizada de Pedro Casas Serra)

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