martes, 12 de octubre de 2021

El rey del frío (Cuentos populares rusos de Aleksandr Nikolayevich Afanasiev )

 EL REY DEL FRÍO


Érase que se era, un viejo que vivía con su mujer, también anciana, y sus tres hijas, la mayor de las cuales era hijastra de aquella. Como acostumbra suceder en estos casos, la madrastra no dejaba en paz a la pobre muchacha y con cualquier pretexto la regañaba.

- ¡Qué perezosa eres! ¡Dónde pusiste la escoba! ¡Qué has hecho de la badila! ¡Qué sucio está el suelo!

Sin embargo, Marfutka, bien podía servir de modelo, pues además de linda, era trabajadora y modesta. Se levantaba al alba, iba en busca de leña, encendía la lumbre, barría, daba al ganado de comer y se esforzaba siempre en agradar a su madrastra, soportando con paciencia sus reproches. Y solo cuando no podía más, se sentaba llorando en un rincón.

Sus hermanas, al igual que su madre, la insultaban y mortificaban constantemente; acostumbradas a levantarse tarde, se lavaban con el agua de Marfutka y se secaban con su toalla limpia. Solo después de comer se ponían a trabajar. El viejo se compadecía de su hija mayor, pero no sabía cómo intervenir, pues quien mandaba en la casa era su esposa, que no le permitía dar su opinión.

Las hijas fueron creciendo, llegaron a la edad de tener novio, y los ancianos calculaban el modo de casarlas de la mejor manera. El padre deseaba que las tres acertaran en la elección; pero la madre solo pensaba en sus dos hijas y no en su hijastra. Se le ocurrió un día una idea perversa, y dijo a su marido:

- Oye, viejo, es hora ya de que casemos a Marfutka, pues mientras no se case tal vez suceda que las niñas pierdan un buen partido; tenemos que casarla lo antes posible.

- ¡Bien! -dijo el marido, echándose sobre la estufa.

Continuó la vieja:

- Ya le tengo elegido un novio; mañana te levantarás al alba, engancharas el caballo al trineo y partirás con Marfutka; pero no te diré a dónde debes ir hasta que llegue el momento de la marcha.

Dirigiéndose luego a su hijastra, le dijo:

- Y tú, querida hijita, meterás tus cosas en tu baulito y te pondrás tus mejores galas, pues acompañarás a tu padre a la visita.

Al día siguiente Marfutka se levantó temprano, se lavó cuidadosamente, recitó sus oraciones, saludo al padre y a la madre, metió lo poco que tenía en su baúl, y se puso su mejor vestido.

El viejo, cuando hubo enganchado el caballo, puso el trineo ante la puerta de la casa y dijo:

- Está ya todo listo; ¿estás tú preparada?

- Sí, lo estoy, padre mío.

- Bien -dijo la madrastra- ahora es necesario que comáis.

Lleno de asombro, el anciano pensó: ¿Por qué se sentirá la vieja tan generosa hoy?

Acabada la colación, dijo la esposa al asombrado viejo y a su hijastra:

- Te he desposado, Marfutka, con el Rey del frío. No es joven ni es apuesto, pero sí riquísimo, y ¿qué más puedes desear? Llegarás a quererle con el tiempo.

Dejó caer el anciano la cuchara, que aún tenía en la mano, y espantado miró suplicante a su mujer.

- Por Dios, mujer -le dijo. ¿Perdiste el juicio?

- No sirve que protestes: ¡está ya decidido y basta! ¿No es rico acaso el novio? Pues entonces, ¿a qué viene la queja? Pinos, abetos y abedules, todos los tiene cubiertos de plata. No tendréis que andar mucho; entraréis en el bosque y recorridas unas cuantas leguas, veréis un pino altísimo; allí dejarás a Marfutka. Repara en el sitio para no olvidarlo, pues mañana irás a hacerle una visita a la recién casada. ¡Ánimo, pues! Es preciso que no perdáis el tiempo.

El invierno aquel año era crudísimo; montones enormes de nieve cubrían la tierra; y al intentar volar, los pájaros caían muertos de frío. El pobre viejo puso en el trineo el equipaje de su hija, hizo que esta se abrigara bien con la pelliza, y se pusieron los dos en camino.

Cuando llegaron al bosque se internaron en él; era un bosque frondoso, y tan espeso, que parecía infranqueable. Al llegar al altísimo pino hicieron alto, y el viejo dijo a su hija:

- Baja, hija mía.

Obedeció su hija, y el padre descargó su baulito que puso al pie del árbol, hizo que su hija se sentara sobre él, y dijo:

- Espera aquí a tu prometido y acógelo cariñosamente.

Se despidieron y tomó el padre el camino de regreso a su casa.

La pobre niña, al quedar sola al pie del alto pino, sintió una gran tristeza. Al poco rato empezó a tiritar, pues el frío era intenso. De pronto oyó a lo lejos al Rey del frío, que saltaba de un abeto al otro, haciendo gemir al bosque. Por fin llegó hasta el pino, y al descubrir a Marfutka le dijo:

- Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa?

- No, no tengo frío, abuelito – contestó la infeliz, mientras sus dientes castañeteaban.

Descendió el Rey del frío por el pino, y al llegar a Marfutka le volvió a preguntar:

- Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa?

La pobrecita niña no pudo responder porque se estaba quedando helada.

Sintió el Rey entonces compasión por ella, la arropó con abrigos de pieles y prodigó mil caricias. Luego le regaló un cofrecillo con mil lujosos objetos de valor, un capote forrado de raso y muchísimas piedras preciosas.

- Niña, me conmoviste con tu docilidad y tu paciencia.

La perversa madrastra se levantó al alba y se puso a freír buñuelos para celebrar la muerte de Marfutka.

Ahora -dijo a su marido- vete a felicitar a los recién casados.

El viejo enganchó el caballo al trineo y se marchó.

Cuando llegó al pie del alto pino no daba crédito a sus ojos; sentada en el baúl como la víspera estaba Marfutka, solo que muy contenta y abrigada con un precioso abrigo; adornaban sus orejas magníficos pendientes y tenía a su lado un soberbio cofre de plata repujada.

Cargó el viejo en el trineo todo, hizo subir a su hija y, sentándose, arreó el caballo hacia su cabaña.

Mientras tanto la vieja, que seguía friendo buñuelos, sintió al Perrillo ladrar desde debajo del banco:

- ¡Guau! ¡Guau! Marfutka viene cargada de tesoros.

Incomodóse la vieja al oírle y, cogiendo un leño, se lo tiró.

- ¡Mientes, maldito! El viejo trae solo los huesecitos de Marfutka.

Al fin llegó el trineo y la vieja salió a la puerta. Quedó asombrada. Marrfutka iba ataviada ricamente y estaba más hermosa que nunca. Traía junto a sí el cofre con los regalos del Rey del frío.

Disimuló su rabia la madrastra, acogiendo con muestras de alegría y cariño a la muchacha, y la invitó a entrar en la cabaña, haciéndola sentar en el sitio de honor, debajo de las imágenes.

Sus dos hermanas sintieron gran envidia al ver los presentes que le había hecho el Rey del frío, y pidieron a su madre que las llevara al bosque para hacerle una visita a tan espléndido señor.

- También nos regalará a nosotras -dijeron- pues somos tan hermosas o más que Marfutka.

A la mañana siguiente la madre dio de comer a sus hijas, hizo que se pusieran sus mejores galas y preparó todas las cosas necesarias para el viaje. Despidiéronse ellas de su madre y, acompañadas del viejo, partieron hacia el mismo lugar donde quedara la víspera su hermana mayor.

Allí, bajo el pino altísimo, las dejó su padre.

Sentáronse las jóvenes dispuestas a esperar, entretenidas calculando las enormes riquezas del Rey del frío. Llevaban bonísimos abrigos; pero, no obstante, empezaron a sentir mucho frío.

- ¿Dónde se habrá metido ese rey? - dijo una de ellas. Si estamos mucho rato llegaremos a helarnos.

- ¿Y qué vamos a hacer? -dijo la otra. ¿O crees que los novios como el Rey del frío se apresuran a ver a sus prometidas? A propósito: ¿a quién crees que elegirá, a ti o a mí.

- Desde luego que a mí, porque soy la mayor.

- No, te engañas; me escogerá a mí.

- ¡Serás tonta!

Comenzaron a reñir seriamente. Y riñeron, riñeron, hasta que de repente oyeron al Rey del frío que, saltando de un abeto a otro, hacía gemir al bosque.

Las jóvenes callaron, y escucharon a su presunto prometido, que sobre el pino altísimo les decía:

- Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frio? ¿Tenéis frío, hermosas?

- ¡Oh, sí, abuelo! Tenemos mucho frío. ¡Un frío enorme! Nos hemos quedado heladas esperándote. ¿Dónde te metiste para no llegar hasta ahora?

- Descendió un tanto el Rey del frío, haciendo más y más gemir al pino, y volvió a preguntarles:

- Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frio? ¿Tenéis frío, hermosas?

- ¡Vete allá, viejo estúpido! Nos tienes medio heladas y todavía nos preguntas si tenemos frío.¡Encima con burlas! Danos de una vez los regalos o nos iremos de aquí inmediatamente.

Bajó entonces al suelo el Rey del frío e insistió en la pregunta:

- Doncellitas, doncellitas, ¿tenéis frio? ¿Tenéis frío, hermosas?

Sintieron tanta ira las hijas de la vieja, que ni siquiera se dignaron contestarle, y entonces, el Rey sintió también enojo y aventólas de tal modo que las jóvenes quedaron yertas en la misma actitud irritada que tenían; y el Rey del frío esparció todavía sobre ellas gran cantidad de escarcha, alejándose finalmente del bosque saltando de un abeto al otro y haciendo gemir las ramas de los árboles bajo su agudo soplo…

Al día siguiente dijo la mujer a su esposo:

- ¡Anda, hombre! Engancha el trineo, pon cantidad de heno y lleva contigo la mejor manta, pues con seguridad mis hijitas tendrán frío. ¿No ves el tiempo que hace? ¡Anda! ¡Ve deprisa!

Hizo el anciano lo que le decía su mujer y marchó en busca de las hijas. Al llegar donde dejara a las doncellas alzó al cielo sus manos desesperado y lleno de estupor; sus dos hijas estaban muertas sentadas al pie del altísimo pino. Tuvo que levantarlas para depositarlas en el trineo y dirigirse a casa.

Entretanto la vieja preparaba una comida suculenta para sus hijas: pero el Perrito ladró de nuevo bajo el banco de este modo:

- ¡Guau! ¡Guau! Viene el viejo, pero trae solo los huesecitos de tus hijas.

La mujer, enfadada, le tiró un leño.

- ¡Mientes, maldito! El viejo viene con nuestras hijas y además trae el trineo cargado de tesoros.

Por fin llegó el anciano y salió la esposa ha recibirle; pero quedó petrificada; sus dos hijas venían yertas sobre el trineo.

- ¿Qué hiciste, viejo idiota? -le dijo. ¿Qué hiciste con mis hijas, con nuestras hijas adoradas? ¿Es que quieres que te golpee con el furgón?

- ¿Qué quieres que le hagamos, mujer? -contesto el viejo desesperado. Todos hemos tenido la culpa: ellas, las infelices, por haber sentido envidia y deseo de riquezas; tú, por no haberlas disuadido, y yo dejándote hacer siempre cuanto te vino en gana. Ahora ya no tiene remedio.

Desesperóse y lloró la mujer con lágrimas de amargura y se rebeló contra el marido; pero el tiempo, que todo lo cura, mitigó penas y rencores y al final hicieron las paces. Y desde entonces, su madrastra fue más cariñosa con Marfutka, que, pasado algún tiempo, se casó con un buen mozo, bailando los dos ancianos en su boda.


Aleksandr Nikolayevich Afanasiev

(Versión poetizada de Pedro Casas Serra)

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