2010-01-06
UN
AÑO
TRISTE EN LA VIDA DE ROSITA
A
mi tía, Rosa Casas Roqué.
¡Buaaaaa...!
Supongo que sería lo primero que dije cuando nací y reconozco que
no fui muy original. Ya me cuidaría yo luego de hablar hasta por los
codos, pues hablar ha sido siempre una de mis aficiones favoritas.
Mis
padres vivían en la Gran Vía de Barcelona, una de las calles más
anchas y bonitas de la ciudad. Barcelona no era como ahora, todo el
mundo se conocía, sobre todo en mi barrio, donde se compraba, se
jugaba... vigilando siempre los tranvías que pasaban muy de tarde en
tarde.
Cogíamos
temprano el tranvía y no había nadie por las calles. Bajábamos en
la plaza de España y hacíamos el resto del camino a pie. Un paseo
adoquinado flanqueado por plátanos nos llevaba a la entrada (la
verja era muy alta y nosotros, a su lado, muy pequeños). Pasado el
umbral, en un muro, había una lápida conmemorativa. ¡Pobre papá!,
¡con qué orgullo me había enseñado el nombre de su abuelo,
teniente de alcalde con Rius i Taulet...!
-
Rosita, ¿sabes que día es hoy?
-
Martes, papá.
-
Bueno... sí, pero ¿qué día del mes?
-
No sé.
-
Hoy es 31 de diciembre, y ¿sabes que es lo que ocurre hoy, Rosita?
-
No, papá.
-
Que sale a la calle el hombre de las narices (papá
con aire misterioso).
-
¿Qué hombre?
-
Un hombre que tiene tantas narices como días tiene el año.
-
Entonces ese hombre debe de tener muchas narices (yo
poniendo cara rara).
-
Pues tantas como días tiene el año, Rosita. Cuando salgas a la
calle, fíjate bien y seguro que lo encontrarás.
Cuando
papá llegó a casa por la noche, salí corriendo a recibirle y lo
primero que hice, antes incluso de darle un beso, fue decirle:
-
Papá, papá... he salido a la calle y no he visto al hombre de las
narices, aunque lo he buscado por todas partes.
-
¿Y cuántas narices tenían los hombres que has visto?
-
Una, papá, como siempre.
-
Y hoy, 31 de diciembre, ¿cuántos días le quedan al año?
-
Uno.
-
Entonces todos los hombres que has visto eran el hombre de las
narices, ese que tiene tantas narices como días tiene el año,
Rosita.
Subíamos
los tres por la ancha avenida de cipreses con hileras de mausoleos a
los lados, algunos adornados con estatuas cuya contemplación
producía desconsuelo. A veces nos parábamos a leer alguna
inscripción que el paso del tiempo había envejecido. ¡Cuánto
amor, cuánto cariño transmitían! Sin embargo nunca había nadie
junto a ellas y se encontraban en un lamentable estado de deterioro.
Mamá
nos señalaba algunas sepulturas: Allí
está enterrado un político de renombre, el día de su muerte miles
de ciudadanos acompañaron su cortejo fúnebre... Ésta es la de un
poeta, las jovencitas lloraban con sus versos, fijaos, hay una corona
de laurel esculpida sobre su nombre... Aquella es la tumba de un
tenor italiano, cuando actuaba en el Liceo los aplausos no cesaban,
murió durante una representación.
Mamá
decía que al nacer, yo era pequeña, morena y con mucho pelo, que
era igual que un mico. Papá decía que era muy mona en el buen
sentido de la palabra, sin duda porque me parecía a él.
Mi
nacimiento fue motivo de alegría y en casa ya tenían preparada mi
canastilla con todo lo necesario: camisetitas, braguitas,
calcetinitos, vestiditos, jerseyitos y zapatitos. Los había azules y
rosas porque no sabían qué iba a ser, si niño o niña. Lo azul
rápidamente fue desechado y a mí me pusieron un lacito rosa en el
pelo aguantado con jabón para evitar equívocos.
Empezaron
a llegar amigos y parientes para conocerme y las bromas fueron
generales pues era 27 de diciembre y todos decían que por muy poco
yo no era una inocentada. Desde niña tuve fama de jaimita.
Tras
caminar un buen trecho alcanzábamos el sector donde se encontraba la
tumba de papá. Se hallaba en una pared orientada al sur y delante de
ella había un mirador desde donde se podía ver el mar. Mamá sacaba
entonces unos trapos de su bolso, los humedecía en una fuente
próxima y limpiaba con esmero su lápida, luego retiraba las flores
mustias que la adornaban y las cambiaba por flores frescas que
llevábamos. Nosotros, mientras tanto, visitábamos las tumbas
próximas que conocíamos de otras veces hasta en sus menores
recovecos.
Cuando
mamá acababa, nos convocaba junto a ella y rezábamos los tres en
voz alta: Padre nuestro que estás en
los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, el pan
nuestro de cada día dánosle hoy y perdona nuestras deudas así como
nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la
tentación mas líbranos del mal. Amén.
Permanecíamos un minuto en silencio - que a mí se me hacía
larguísimo - y a continuación nos santiguábamos y emprendíamos
el regreso a casa.
-
Vamos, Rosita, ¡ánimo!, ven aquí con mamá.
(Claro,
para ti es fácil porque eres grande, pero para mí... con mis
piernecitas y esos enormes pañales que me has puesto... Voy a ver si
puedo enderezarme... parece que sí... ahora adelanto un pie...
otro... ¡Yupi! ya he llegado a los brazos de mi mamá)
-
¡Pedro, Pedro! Ven rápido que Rosita ya ha dado sus primeros
pasitos.
Despejado
o nublado, en invierno o en verano, fuimos cada domingo al cementerio
durante un año. Recuerdo ese año como un año triste que yo deseaba
que pasase pronto.
Pedro Casas Serra