sábado, 16 de octubre de 2021

Basilisa la Hermosa (Cuentos populares rusos de Aleksandr Nikolayevich Afanasiev )

 BASILISA LA HERMOSA


En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir ocho años la niña, se puso enferma su madre y presintiendo la muerte, le dijo a Basilisa:

- Escúchame, hija mía y acuérdate de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desgracia, pídele consejo.

Dichas estas palabras, besó a su hija, suspiró y se murió.

El comerciante se entristeció mucho al enviudar; pero al pasar el tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un buen hombre y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa, con fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.

El comerciante se casó con ella, y pronto comprendió su error, pues no resultó la buena madre que para su hija deseaba.

Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura y para que el aire y el sol quemaran su delicado cutis. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día aumentaba su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, pese a estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto era la buena Muñeca, sin la cual Basilisa no hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, le daba buenos consejos y trabajaba con ella.

Así pasaron algunos años y las muchachas alcanzaron la en edad de casarse. Todos los jóvenes solicitaban hacerlo con Basilisa, sin hacer ningún caso a las hijas de la madrastra. Esta, cada vez más enfadada, les contestaba a todos:

- No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.

Y, despedidos los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.

Un día el comerciante necesitó hacer un viaje y se marchó.

La madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente aunque nadie la había visto, vivía la terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquel lugar, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.

Ya instalada en el nuevo alojamiento, la madrastra, con distintos pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no dejaba que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.

Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa, hilar, haciéndolas presentarle cada día el trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, salvo una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas trabajaban, se formó en la vela un pábilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras..

- ¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes. No había más luz que esta en toda la casa y nuestras labores aún no están terminadas. ¡Habrá que ir a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga!

- Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje. Yo no iré.

- Tampoco yo iré -añadió la que hacía las medias. Tengo luz de mis agujas.

- ¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!

Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Se dirigió sin luz Basilisa a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y dijo:

- Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y esta me comerá. ¡Pobre de mí!

- No tengas miedo -contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no olvides llevarme contigo; sabes que nunca te abandonaré.

Se metió Basilisa la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. Iba la pobrecita temblando, cuando pasó por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; enseguida empezó a amanecer.

Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y enseguida empezó a brillar el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y solo al atardecer del día siguiente llegó al claro del bosque donde se encontraba la cabaña de Baba-Yaga; la rodeaba una cerca hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. Apareció de pronto un jinete negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al acercarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como tragado por la tierra; enseguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.

Se oyó de pronto un tremendo alboroto; los árboles crujían, las hojas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Acercóse a la puerta, se paró, y husmeando, gritó:

- ¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?

Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:

- Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.

- Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.

Luego, dirigiéndose a la puerta, exclamó:

- ¡Ea!, Mis fuertes cerrojos, ¡abríos! ¡Ea!, Mis anchas puertas, ¡dejadme pasar!

Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas volvieron a cerrarse. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:

- ¡Quiero cenar! ¡Sírveme toda la comida que está en el horno!

Encendió Basilisa una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido alimentar a diez hombres; trajo después de la bodega vino, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa tan solo le dejó un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.

Se preparó para acostarse y le dijo a la nueva doncella:

- Mañana tempranito, después de que me marche, barre el pasillo, limpia la cabaña, prepara la comida y lava la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.

- Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:

- Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago.

Contesto la Muñeca:

- No temas, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana lo arreglaremos todo.

Al día siguiente despertóse Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar al jinete blanco, y enseguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y apareció ante ella el mortero con el mazo y la escoba.

Se quedó Basilisa sola, recorrió la cabaña, se admiró de las riquezas que allí había y estaba indecisa sin saber por que trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.

- ¡Oh, mi salvadora! -exclamo Basilisa. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.

Solo te queda preparar la comida -le contestó la Muñeca, a la vez que se metía en su bolsillo. - Prepárala y descansa luego de tu labor.

Al atardecer Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó el jinete negro, e inmediatamente oscureció por completo; solo lucían los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa.

- ¿Lo has hecho todo? -preguntó la bruja.

- Examínalo todo tú misma, abuelita.

Recorrió Baba-Yaga toda la casa y se puso de mal humor al no encontrar motivo para regañar a Basilisa.

-Bien -dijo al fin, se sentó a la mesa y exclamó:

- ¡Mis fieles servidores, venid a moler mi trigo!

Se presentaron enseguida tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:

- Mañana harás lo mismo y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para apartar los granos de tierra.

Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Esta, como la víspera, le dijo:

- Acuéstate tranquila después de haber rezado, Se es más sabio por la mañana que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.

Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió con todas sus obligaciones. Volvió Baba-Yaga al anochecer a casa, lo vio todo y exclamó:

- ¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, venid a prensar mi simiente de adormidera!

Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.

- ¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa. - ¿Eres muda?

- Si me lo permites, te preguntaré una cosa.

– Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.

- Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?

- Es mi Día Claro -contestó la bruja.

- Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montado un corcel rojo. ¿Quién era este?

- Es mi Sol Radiante.

- ¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?

- Es mi Noche oscura.

Se acordó Basilisa de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.

- ¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.

- Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuánto más sepa seré más vieja.

- Bien -repuso la bruja-; haces bien en preguntar solo lo que has visto fuera de la cabaña y no en su interior, pues no me gusta que se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. - ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?

- La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.

- ¡Oh, lo que has dicho! ¡Vete enseguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!

Y expulsó a Basilisa de la cabaña, y también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:

- He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.

La muchacha echó a correr alumbrándose con la calavera, que al amanecer se apagó ella sola; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Acercóse a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de la boca sin dientes, que decía: “No me tires, llévame contigo”. Miró entonces la casa de su madrastra y no viendo brillar luz alguna, decidió llevar consigo la calavera.

La recibieron con cariño y le contaron que desde que se había ido no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en su casa.

- Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.

Trajeron a la habitación la calavera y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Querían esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer las tres estaban ya completamente abrasadas; solo permaneció intacta Basilisa.

Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y allí se instaló esperando el regreso de su padre. Dijo un día Basilisa a la anciana: -Sin trabajar me aburro, abuelita. Comprame lino e hilaré para matar el tiempo.

La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. Avanzaba el trabajo con rapidez y el hilo salía igualito y fino como un cabello.

Pronto tuvo un gran montón, suficiente para tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. Pidió ayuda la muchacha a su Muñeca, y esta en una noche le preparó un telar.

Al final del invierno, estaba ya tejido el lienzo y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:

- Vende, abuelita, el lienzo y guárdate el dinero.

Miró la anciana la tela y exclamó:

- No, hijita; este lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en el palacio.

Se dirigió al palacio del zar y se puso a pasear frente a las ventanas.

El zar la vio y le preguntó:

- ¿Qué quieres, viejecita?

- Majestad -contesto esta-, he traído conmigo algo tan precioso que no lo quiero enseñar a nadie más que a ti.

Ordenó el zar que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.

- ¿Qué quieres por él? -preguntó.

- No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.

El zar le dio las gracias y la colmó de obsequios. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. Al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:

- Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza sabrás coserlo.

- No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una joven hermosa que vive conmigo.

- Bien; pues que me cosa ella las camisas.

Volvió la anciana a su casa, contó a Basilisa lo ocurrido y esta repuso:

- Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.

Se encerró en su cuarto y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.

Vio entrar en la casa al poco rato un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven, dijo:

- Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.

Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar.

Apenas la vio este, se enamoró perdidamente de ella.

- Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.

Tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.

Cuando volvió el padre de Basilisa se alegró mucho al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.



Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
(Versión poetizada de Pedro Casas Serra)

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