domingo, 24 de octubre de 2021

El Infortunio (Cuentos populares rusos de Aleksandr Nikolayevich Afanasiev )

EL INFORTUNIO


Vivían en un aldea dos campesinos hermanos; uno pobre y otro rico.

El rico se fue a una gran ciudad, se hizo construir una casa, se estableció en ella y se inscribió en el gremio de comerciantes.

Mientras tanto, al pobre le faltaba muchas veces hasta el pan para sus hijos, que lloraban y le pedían de comer.

El desgraciado padre trabajaba como un negro de la mañana a la noche, sin lograr ganar lo suficiente para sustentar a su familia.

Un día dijo a su mujer:

- Iré a la ciudad y pediré a mi hermano que me ayude.

Fue a casa de su hermano rico y le dijo:

- ¡Oh hermano mío! Ayúdame en mi desgracia; mi mujer y mis hijos se mueren de hambre.

- Si trabajas en mi casa durante esta semana, te ayudaré -respondió el rico.

El pobre se pudo a trabajar: limpiaba el patio, cuidaba los caballos, traía agua y partía leña. Transcurrida la semana, el rico le dio tan solo un pan, diciéndole:

– He aquí el pago de tu trabajo.

- Gracias -le dijo el pobre, e hizo por marcharse; pero el hermano lo detuvo, diciéndole:

- Espera. Ven mañana a visitarme y trae contigo a tu mujer, porque mañana es el día de mi santo.

- ¿Cómo quieres que venga? Habrán ricos comerciantes con sus abrigos forrados de pieles y sus grandes botas de cuero, mientras que yo llevo calzado de líber y un viejo caftán gris.

- ¡No importa! Ven; eres mi hermano y habrá sitio también para ti.

- Bueno, hermano mío, gracias.

Volvió el pobre a casa, entregó el pan a su mujer y le dijo:

- Oye, mujer: nos han invitado mañana.

- ¿Quién nos ha invitado?

- Mi hermano, porque es el día de su santo.

- Muy bien. Iremos.

Por la mañana se levantaron y se marcharon a la ciudad. Llegaron a casa del rico, lo felicitaron y se sentaron en un banco. Había mucha gente notable sentada a la mesa, y el dueño acudía a todos con amabilidad; pero de su hermano y de su cuñada no hacía ningún caso, ni les ofrecía nada de comer. Permanecían los dos sentados en un rincón viendo como comían y bebían los demás.

Al fin terminó el festín; los convidados se levantaron de la mesa y dieron las gracias a los dueños de la casa. Se levantó también el pobre del banco e hizo a su hermano una respetuosa reverencia.

Se dirigieron todos a sus casas haciendo un gran ruido y cantando con la alegría del que ha comido bien y bebido mejor. El pobre se fue también, y mientras caminaba dijo a su mujer:

- Vamos a cantar también nosotros.

- ¡Qué estúpido eres! La gente canta porque ha comido bien y bebido mucho. ¿Por qué vas a cantar tú?

- De todos modos cantaré, porque hemos presenciado el festín de mi hermano y me da vergüenza por él ir callado. Si voy cantando, creerán los que me vean que yo también he comido y bebido.

- Pues canta tú si quieres, que yo no cantaré -dijo la mujer con malos modos.

El campesino se puso a cantar y le pareció oír otra voz que acompañaba a la suya; dejó enseguida de cantar y preguntó a su mujer:

- ¿Eras tú la que me acompañaba cantando con una vocecita aguda?

- Ni siquiera he pensado en hacerlo.

- Pues ¿quién podría ser?

- No sé -contestó la mujer. Empieza otra vez y yo escucharé.

Se puso a cantar otra vez, y aunque cantaba él solo, se oían dos voces; entonces se paró y exclamó:

- ¿Quién me acompaña en mi canto?

La voz contestó:

- Soy yo: el Infortunio.

- Pues bien, Infortunio, vente con nosotros.

Llegaron a casa y el Infortunio le propuso ir los dos a la taberna.

Le contestó el campesino:

- No tengo dinero, amigo.

- ¡Oh tonto! ¿Para qué necesitas dinero? ¿No llevas una pelliza? ¿Para qué te sirve? Pronto vendrá el verano y no la necesitarás. Vamos a la taberna y allí la venderemos.

El campesino y el Infortunio se fueron a la taberna y se dejaron allí la pelliza.

Al siguiente día el Infortunio tenía dolor de cabeza; se puso a gemir, y otra vez pidió al campesino que le llevase a la taberna para beber un vaso de vino.

- No tengo dinero -le contestó el pobre hombre.

- ¿Para qué necesitamos dinero? Lleva el trineo y el carro y será bastante.

No tuvo más remedio el campesino que obedecer al Infortunio. Cogió el trineo y el carro, los llevó a la taberna, allí los vendieron, se gastaron todo el dinero y se emborracharon.

A la mañana siguiente el Infortunio se quejó aún más, pidiendo, al que llamaba su amo, una copita de aguardiente; el desgraciado campesino tuvo que vender su arado. No había pasado aún un mes, cuando se encontró sin muebles, sin aperos de labranza y hasta sin su propia cabaña: todo lo había vendido y el dinero había ido a parar a la taberna.

Pero el insaciable Infortunio se pegó otra vez a él, diciéndole:

- Vamos a la taberna.

- ¡Oh no, Infortunio! ¿No ves que no me queda ya nada que vender?

- ¿Cómo que nada? Tu mujer tiene aún dos vestidos; con uno tiene suficiente, podemos vender el otro.

Cogió el pobre el vestido de su mujer, lo vendió, gastándose el dinero en la taberna, y pensó después: “Ahora sí que no tengo nada: ni muebles, ni casa, ni vestidos”.

Despertó el Infortunio por la mañana, y viendo que su amo no tenía ya nada que vender, le dijo:

- Escucha, amo.

- ¿Qué quieres, Infortunio?

- Ve a casa de tu vecino y pídele un carro con un par de bueyes.

Se dirigió el campesino a casa de su vecino y le dijo:

- Préstame hoy tu carro y un par de bueyes, y trabajaré para ti una semana.

- ¿Para qué los necesitas?

- Tengo que ir al bosque a coger leña.

- Bien, llévatelos; pero no los cargues demasiado.

- ¡Dios me guarde de hacerlo!

Condujo los bueyes a su casa, se sentó en el carro con el Infortunio y se dirigió al campo.

- Oye, amo -le preguntó el Infortunio-; ¿conoces un sitio donde hay una gran piedra?

- Claro que lo conozco.

- Pues lleva el carro allí.

Llegados al lugar indicado se pararon y bajaron a tierra. Indicó el Infortunio al campesino que levantase la piedra; este lo hizo y vieron que debajo había una cavidad llena de monedas de oro.

- ¿Qué es lo que miras ahí parado? -le gritó el Infortunio. Cárgalo todo en el carro.

El campesino se puso a trabajar y llenó el carro de oro, sacando del hoyo hasta la última moneda.

Viendo que la cavidad quedaba vacía, le dijo al Infortunio:

- Mira, Infortunio, creo que allí ha quedado aún dinero.

El Infortunio se inclinó para ver mejor, y dijo:

- ¿Dónde? Yo no lo veo.

- Allí en un rincón brilla algo.

- Pues yo no veo nada.

- Baja al fondo y verás.

El Infortunio bajó al hoyo, y cuando estuvo dentro, el campesino dejó caer la piedra, exclamando:

- ¡Ahí estás mejor, porque si te llevo conmigo me harás gastar todo el dinero!

Una vez llegado a su casa, el campesino llenó el sótano con el dinero, devolvió a su vecino el carro y los bueyes y empezó a pensar cómo arreglar su vida.

Compró madera, se construyó una magnífica casa y se estableció en ella, llevando una vida mejor que la de su hermano rico.

Transcurrido algún tiempo, fue un día a la ciudad a convidar a su hermano y a su cuñada para el día de su santo.

- ¿Qué tontería es esa? -le contestó su hermano. No tienes qué comer y quieres celebrar el día de tu santo.

- Es verdad que en otros tiempos no tenía qué comer; pero, gracias a Dios, ahora no tengo menos que tú. Ven a casa y verás.

- Bien, iremos.

Al día siguiente el rico fue con su mujer a casa de su hermano; al llegar vio con asombro que la cabaña del pobre se había convertido en una magnífica casa; nadie de la ciudad tenía una parecida.

El campesino los convidó con ricos manjares y finos vinos. Acabada la comida, el rico preguntó a su hermano:

- Dime, por favor, ¿qué has hecho para enriquecerte de ese modo?

El hermano le contó todo. Cómo se había pegado a él el Infortunio; como le había hecho gastar en la taberna todo lo que tenía, hasta el´último vestido de su mujer; y cuando ya no le quedaba nada le había enseñado el sitio donde se hallaba escondido un inmenso tesoro que había recogido, librándose al mismo tiempo de su funesto acompañante.

Envidioso de su suerte, pensó el rico para sus adentros: “Me iré al campo, levantaré la piedra y devolveré la libertad al Infortunio para que arruine a mi hermano y no se puede vanagloriar de sus riquezas delante de mí”.

Envió a casa a su mujer y él se dirigió al campo. Llegó a la gran piedra, la levantó de un lado y se inclinó para ver lo que había escondido debajo. No tuvo tiempo de observar el hoyo, porque el Infortunio saltó fuera y se colocó a caballo sobre su cuello, gritándole:

- ¡Quisiste hacerme morir aquí, pero ahora por nada del mundo nos separaremos!

- Escucha, Infortunio. No soy yo -repuso el comerciante- quien te encerró en este calabozo.

- Pues si no fuiste tú, ¿quién ha sido?

- Ha sido mi hermano y yo he venido a liberarte.

- ¡Eso son mentiras! Me has engañado una vez, pero no me engañarás otra.

El Infortunio se agarró al cuello del rico comerciante, y este se lo llevó a su casa. Desde entonces todo empezó a salirle mal. Todas las mañanas el Infortunio le pedía una copita de aguardiente, y a fuerza de beber le hizo gastar mucho dinero en la taberna.

- Esto no pude durar más -decidió el comerciante. Bastante he divertido al Infortunio; ya es tiempo de separarme de él; pero ¿cómo?

Pensó en ello mucho tiempo y al fin se le ocurrió una idea. Fue al patio, hizo dos tapones de madera de encina, cogió una rueda de carro y metió sólidamente uno de los tapones en el cubo de ella; se fue después a buscar al Infortunio y le dijo:

- Oye, Infortunio, ¿por qué estás siempre acostado?

- ¿Y qué quieres que haga?

- Podríamos ir al patio a jugar al escondite.

El Infortunio se puso muy contento, y ambos salieron al patio; el comerciante se escondió; pero el Infortunio lo encontró enseguida. Cuando le llegó el turno de esconderse, dijo a su amo:

- A mi no me hallarás tan pronto, porque puedo esconderme en cualquier rendija.

- ¡A que no! -le contestó el comerciante. ¿No eres capaz de esconderte en el cubo de esta rueda y dices que te puedes esconder en una rendija?

- ¿Cómo que no puedo entrar en el cubo de la rueda? Verás cómo me escondo.

El Infortunio se introdujo en el cubo de la rueda, y el comerciante, cogiendo el otro tapón de encina, taponó con un mazo el lado abierto; luego cogió la rueda y la tiró al río.

El Infortunio se ahogó y el comerciante volvió a su casa y vivió como en sus mejores tiempos, estrechando la amistad con su hermano.


Aleksandr Nikolayevich Afanasiev
(Versión poetizada de Pedro Casas Serra) 

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