1992-06-05
LA EXCURSIÓN
Salí
del camping muy temprano,
mi
perra por delante.
Tomé
la carretera junto al río
hacia
su cabecera.
A
un lado veía el río
al
fondo de un barranco,
al
otro
trigales
salpicados de amapolas,
y
en los arcenes
copudos
árboles
formaban
casi un túnel.
Llegado
al puente
donde
la carretera cruza el río
y
se aleja hacia el valle vecino,
donde
la zona de acampada
entonces
vacía,
tomé
la pista
que
por su margen derecho
sigue
el río.
Pasé
el canal de la central eléctrica
con
su gorgoteo de agua al deslizarse,
llegué
a la presa rota,
la
que forma un remanso de aguas frías
donde
me he chapuzado algunas veces,
avisté
la masía abandonada
y
la pequeña ermita en la colina,
alcancé
la casa de colonias
y
en la fuente de enfrente
bebí
un trago.
Dejé
la pista
y
cogí un sendero
al
lado de otro río
-
si menos caudaloso más bravío -
y
primero entre prados
-
otrora cultivados
por
los habitantes del molino en ruinas -
y
después,
entre
matorrales y arbustos,
fui
subiendo.
El
tiempo iba pasando en el esfuerzo
y
el sol, siempre más alto,
golpeaba
mis espaldas
ahogándome
en calor.
Sudaba.
Por
eso,
me
quité la camisa
y
la metí en la bolsa que llevaba
con
un libro, la crema y la toalla.
Pronto,
los
pantalones y la camiseta
hicieron
compañía a la camisa.
En
slip y alpargatas
continué
el camino.
Ahora
el sendero
se
hundía entre los árboles
formándose
un ambiente
umbrío
y húmedo
-
era agradable.
Solo
se oía el agua
y
el trino de algún pájaro,
y
a veces,
entre
los matorrales,
vislumbraba
el torrente.
Estaba
entre semana,
en
un sendero ignoto
inaccesible
para los automóviles,
por
eso
me
quité el bañador y las alpargatas
y
me quedé desnudo.
Y
seguí caminando
desnudo.
Mis
pies
me
transmitían el pulso de la tierra,
mis
oídos estaban
listos
al menor ruido
y
mi vista escrutaba el territorio
para
librarme de cualquier tropiezo,
en
tanto mis pulmones
se
llenaban de la humedad del bosque;
y
estaba todo sensibilizado,
en
tensión,
y
andaba presuroso,
saltando
y brincando,
casi
corriendo,
sintiéndome
radiante,
lleno
de fuerza y vida, liberado
de
ataduras y angustias,
como
formando parte
de
un espacio naciente
que
hollara yo el primero
descendiendo
genéticamente
por
el árbol de la especie...
Alcancé
el viejo puente
y
bajé hasta un recodo del torrente
donde
el margen de piedra
lavado
por el agua
forma
un solárium natural.
Allí
pasé el día.
Retocé
como un niño
deslizándome
por las bruñidas losas,
sumergiéndome
en hoyos
en
que el frío
me
cortaba el aliento
para
luego tenderme
a
secar en la orilla,
los
miembros extendidos como un cristo,
abrazando
ora el sol
ora
la tierra;
y
otra vez remojones
y
otra vez secados,
adormilándome
y desperezándome,
hasta
que el sol se subió a la montaña
dejando
el río en sombras.
Entonces,
de regreso,
bajé
por el torrente
dejándome
llevar
hasta
la casa de colonias,
puse
allí pie en la orilla,
extraje
de mi bolsa
toda
mi indumentaria,
me
vestí,
bebí
un trago en la fuente...
y
regresé hacia el camping,
mi
perra por delante.
Pedro Casas Serra